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martes, 3 de septiembre de 2013

La Rosa Negra (Epílogo)

Sólo dos personas se merecen leer el epílogo, porque son los únicos que me lo han solicitado. Así que va por ellos:



Epílogo

                                                    El hombre no podía saber y someterse a un mismo tiempo.
                                                    E.A. Poe. El coloquio de Monos y Una.


Las gaviotas saludaban al sol naciente planeando con placidez por encima del océano. Sobre el acantilado, el grupo de hombres armados se detuvo a descansar. Uno de ellos hizo un aparte para orinar, pero enseguida volvió corriendo haciendo aspavientos como un loco.
-Creo que le he visto -aseguró-. Está ahí abajo.
-¿Donde? -Interrogó uno de los dos ancianos que lideraban la partida.
-Abajo, en la playa -insistió el otro.
Una hora más tarde, los cinco hombres llegaban a una pequeña cala con forma de media luna. Aproximadamente en mitad de la ensenada, a unos siete metros de la orilla, se erguía una roca de gran tamaño recubierta por pobladas colonias de lapas y mejillones. Sobre ella, un joven de cuclillas miraba a las olas que arremetían furiosas contra su otero; una mugrienta piel de ciervo le caía desde la cabeza sobre la espalda y no hizo ningún movimiento cuando el grupo llegó hasta la arena, pese a que habían formado más escándalo que un jabalí rompiendo monte.
-Puede que sí sea él -comentó el que respondía al nombre de Malech-. Voy a llamarle y saldremos de dudas. ¡Cunneda! ¡Eh, Cunneda!
El muchacho ni se inmutó.
-¡Los Fomorianos me lleven! O estoy perdiendo la voz o ése está sordo de veras -dijo contrariado el viejo.
-O, a lo peor, no es él -le contestó Sorensen, el antiguo vikingo.
-¡Por vida de mi madre! ¿Es que supones que un padre no va a conocer a su hijo en cuanto lo ve? -Argumentó Malech-. Ése de ahí es Cunneda, seguro, pero algo le pasa. ¿Por qué no vas allí y le preguntas?
-¿Yo? -Se defendió Sorensen-. ¡Tú eres el padre! Ve tú.
Malech gruñó remolón.
-No sé nadar -explicó por fin lanzando una furibunda mirada de desafío al resto de la estupefacta cuadrilla-. Al primero que se ría de mí juro que le...
-Vale, vale. Ya voy yo -le atajó Palap, quien se consideraba el mejor amigo que tenía Cunneda en el poblado.
-¿Ves? Es un buen chaval -aseguró Sorensen a Malech, quien seguía rojo de rabia y con las mandíbulas apretadas en señal de reto.
El guerrero se despojó de la túnica antes de lanzarse a las frías aguas y en breves brazadas alcanzó la roca. Luego la bordeó agarrándose a los rasposos salientes para quedar frente al joven que estaba arriba. Aparte de los despojos del animal con los que se adornaba Cunneda, otro detalle llamó la atención de Palap: su inmóvil compañero de armas sostenía tercamente en las manos un maloliente manojo de algas negras.
-¡El Dagda te confunda! -Exclamó el nadador-. ¡Eh!, ¿quieres soltar esa porquería y ayudarme a subir de una maldita vez?
Cunneda le contempló soñoliento, pero unos segundos después las comisuras de sus labios se elevaron levemente en una sonrisa de reconocimiento.
-Pareces un brujo con esos cuernos -bromeó el pobre Palap escupiendo agua cada vez que batía una ola sobre él-. ¿Lo has cazado tú solito? ¡Anda! Échame una mano. Me estoy cansando.
-No, déjalo. Ahora bajo yo -Cunneda abandonó las algas y la piel sobre la piedra y se zambulló al lado de Palap. Poco más tarde, ambos se reunieron con los demás, quienes les aguardaban aliviados en la ribera.
-Llevamos más de una semana buscándote, ¡diablo de chico! ¿Se puede saber por dónde has estado? -Quiso saber Malech mientras abrazaba con rudeza a su empapado hijo.
-No lo sé; no recuerdo nada -respondió mientras su padre hacía comprobaciones para ver si Cunneda tenía algún hueso roto.
-Bueno, pareces sano. Pero, ¡juro por mi alma que estás más flaco que un muerto!
-Eso me recuerda que llevamos casi dos jornadas sin probar bocado -advirtió el corpulento Tarba, también compañero de Cunneda y el campeón de la tribu.
-No hay problema -resolvió Briotán, el quinto miembro de la banda, de quien se decía que su voz era capaz de serenar las tempestades-. Ven, Tarba, hagamos un fuego y preparemos algo de comer, a ver si Cunneda nos acaba diciendo por qué su melena está salpicada de cabellos blancos. Quizá su historia merezca una buena canción.
-Y, claro está, serás tú quien la componga -añadió Palap acompañando a los otros dos jóvenes que ya habían empezado a recoger los maderos más secos desperdigados por la playa.
El vikingo aprovechó para llamar la atención de Cunneda y preguntarle con aire de complicidad:
-Di, ¿la encontraste? ¿Eh?
-¿El qué? -Dijo el muchacho arrugando la frente.
-¡Qué va a ser! La Rosa Negra.
-¡No me fastidies! -Clamó Malech incrédulo-. ¡A ver si al final nos has tenido preocupados a todos por semejante memez!
-Déjale en paz -justificó Sorensen-. Que yo sepa, la culpa es tuya. ¿A quién se le ocurre llenarle la cabeza con magia y cuentos de vieja?
-Lo último que me esperaba es que este tonto se lo creyera.
-Dejadlo estar, los dos. ¡Ya está bien! –Cunneda cortó la discusión enfadado-. No sé nada sobre esas cosas de las que habláis. Tú dices que llevo una semana perdido y lo único que me importa ahora es saber qué me ha pasado mientras tanto.
-¿Seguro que no tienes ningún recuerdo? –Intentó sonsacarle Malech.
-Sólo sensaciones, padre. Y todas muy confusas.
Cunneda desvió la mirada hacia la roca sobre la que había permanecido hasta entonces y no dijo más. La visión persistente de unos brillantes ojos esmeralda que se vislumbraban en la neblina nebulosa de su mente le inquietaba por encima de todo; pero cada vez que intentaba capturarlos en algún rincón de su memoria volvían a fugarse hasta una distancia inalcanzable. Ensimismado en sus pensamientos, daba la impresión de que había dejado de ser un muchacho para madurar hasta convertirse en un hombre. Su progenitor, sin embargo, seguía debatiendo acaloradamente con el vikingo algo sobre un casco y un escudo que le había prestado al hijo y que nadie sabía dónde estaban.
-¿Padre?
La llamada fue tan suave que Malech cerró por fin la boca.
-Ya va siendo hora de que me hables con más calma sobre mi madre y también sobre tu Dios.
El robusto anciano abrió los ojos perplejo, pero esa vez no soltó ningún improperio.
-Cuando volvamos a casa, hijo. Necesitaré de toda una vida para contarte las excelencias de tu madre, y no más de una tarde, con unas jarras delante, para hacer que conozcas a mi Dios.

Acantilados de Irlanda, de www.324.cat/elmeu324.


FIN
Como colofón, un temas de Llan de Cubel, un grupo folk asturiano que me encanta, y seguro que también os gustará a vosotros. "Danza de Santana"

 

 Para los que se atrevan, he acá la letruca:

Vengo del campu Santana
ya perdí una lliga verdi
alón campu Santana
aunque la lliga se quede

Eiquí danciar queremos
que ya de los mariñeiros
Santana la mio má
güei ya'l nuasu dí
Santana la má nuastra
güei ya'l nuasu xaréu

Cimavilla ya Santana
con el puenti ya la noria
vamos danzar xuníus toda la mariñeiría

Eiquí danciar queremos
que ya de los mariñeiros
Santana la mio má
güei ya'l nuasu dí
Santana la má nuastra
güei ya'l nuasu xaréu

En Santana entre lus toxus
busquéte nun t'atopaba
canciaban los ruiseñores
y pensé que me nomabas

Ya mientras Cuideiru viva
ya duri la fonti'l Cantu
vei San Pedru a la ribera
con todos los demás santos

Eiquí danciar queremos
que ya de los mariñeiros
Santana la mio má
güei ya'l nuasu dí
Santana la má nuastra
güei ya'l nuasu xaréu

Eiquí danciar queremos
que ya de los mariñeiros
Santana la mio má
güei ya'l nuasu dí
Santana la má nuastra
güei ya'l nuasu xaréu.

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